top of page
Foto del escritorAlexis Capobianco Vieyto

Algunas reflexiones sobre el tiempo libre y la reforma de la seguridad social

Actualizado: 7 may




En las sociedades divididas en clases sociales, a veces se hace una valoración muy diferente de fenómenos similares, es el caso del “ocio” y los “negocios”. Los antiguos griegos valoraban muy positivamente el ocio – el tiempo libre, el tiempo disponible-, pero hoy -por el contrario- predomina una fuerte desconfianza, cuando no una abierta hostilidad hacia el tiempo en que no se hace “nada” desde los criterios que predominan en nuestra sociedad. A su vez, los griegos rechazaban al que solo se dedicaba a sus asuntos privados, a lo que hoy llamaríamos negocios, más aun al que estaba obsesionado con la riqueza y practicaba una crematística (arte de hacer dinero) insana, que era el arte de hacer dinero por el dinero mismo. Para Aristóteles, el dinero podía ser un medio de vida, nunca un fin. Pero en la sociedad caracterizada por la valorización del valor ese medio se ha transformado en un fin.


En el capitalismo, a diferencia de otras formaciones sociales, se desarrolla un “sentido común” para el que hay que vivir para trabajar y no trabajar para vivir. Esto no es casual, está condicionado por las características propias de esta sociedad,  en donde predomina el valor de cambio por sobre el valor de uso. Esto significa que vivimos en formaciones sociales donde se produce principalmente para el intercambio y no para el uso directo del objeto. En las sociedades feudales europeas, en civilizaciones como la Inca, o en las antiguas comunidades de cazadores-recolectores se producía para el propio consumo, a lo sumo si había algún excedente se intercambiaba en el mercado, pero éste último no era el principal regulador de la economía. En la actualidad, en cambio, los empresarios privados producen no para su propio consumo, sino para ofrecer sus productos en el mercado, con el objetivo de obtener ganancia. Pero la ganancia no sería explicable si no hubiera una mercancía que tuviera la peculiaridad de producir más valor del que cuesta, es decir un plusvalor, puesto que en el mercado se intercambian equivalentes. Esa mercancía existe: es la fuerza de trabajo. Al trabajador no se le retribuye el valor de lo que el produce, sino el de su fuerza de trabajo, que es solo una parte del valor de lo producido. He aquí el “secreto” que develó Marx y que explicó el fenómeno de la plusvalía, el porque los capitalistas recibían más valor del que habían invertido al principio del ciclo de producción. Esto permite que el capital crezca y se acumule en manos de los propietarios de los medios de producción, o de algunos de ellos. Pero, puesto que los capitalistas no vienen solos al mundo, sino que se encuentran en competencia con otros de su misma especie, la búsqueda de la ganancia es además una exigencia para poder seguir compitiendo, para invertir en maquinaria por ejemplo que permita producir más en menos tiempo y no sucumbir en la “libre” concurrencia con los otros empresarios. La característica esencial del capitalismo es la valorización del valor. Y esta tiende a subordinarlo todo (aunque nunca lo logre completamente) y exige que todo se organice en función de ella. La producción económica ya no tiene como fin fundamental la reproducción de la vida, sino la valorización antedicha.



El capitalismo funciona en gran medida como un automatismo, pero no debemos engañarnos. Si bien este existe objetivamente, en su origen nos encontramos con una serie de imposiciones y luchas que tienen un origen “extraeconómico”. No surgió en forma puramente “espontánea” a partir de procesos económicos determinados por las leyes supuestamente “naturales” de la economía. Este nacimiento es lo que Marx explica como proceso de “acumulación originaria”, caracterizada la expropiación violenta de miles de pequeños productores, a los que “liberó” de toda relación de servidumbre, pero también de sus medios de vida, y se los obligó a vender su fuerza de trabajo, si es que no querían morirse de hambre. Todo esto complementado con el saqueo de América Latina y la esclavización de millones de africanos. En este mismo sentido, el imperialismo, caracterizado por Lenin como fase superior del capitalismo, no es tampoco un fenómeno económico solamente, tiene aspectos políticos, militares y culturales, y en el que la imposición violenta a través de medios extraeconómicos es fundamental para su desarrollo y consolidación en las distintas partes del globo terrestre.  Quien estudie la historia contemporánea podrá ver, como a lo largo y ancho del mundo el capitalismo se impuso no por el pacífico e idílico desarrollo de relaciones de intercambio, sino a través de invasiones, golpes de estado, dictaduras, etc. Los “estados nacionales” que surgen en la modernidad no son nada antagónico al capitalismo, sino una condición necesaria para su propio desarrollo. Sin estado no hay mercado nacional, ni nadie que asegure la “sagrada” propiedad privada. Si el marxismo propone una determinación o condicionamiento de la denominada superestructura política-cultural por la base económica, no debemos olvidar que este condicionamiento se da muchas veces “en última instancia”, y frecuentemente es mediado por instancias políticas o ideológicas.


El estado, los gobiernos, y los políticos que expresan los intereses de las clases dominantes son necesarios, por tanto, para la supervivencia y reproducción del sistema capitalista, y para que esto sea posible es necesario ponerle un límite muchas veces a la codicia insaciable del capital. Sucede que habitualmente los capitalistas, en tanto “personificaciones del capital”, solo quieren maximizar las ganancias sin importar las consecuencias. Son dominados por un inmediatismo que pone en peligro de diversas formas la propia viabilidad del capitalismo en un mediano plazo, ya sea porque utilizan sin control recursos naturales que son escasos (e imprescindibles para que la sociedad pueda seguir existiendo) o porque quieren acrecentar el grado de explotación de la clase trabajadora más allá de todo límite natural y cultural. Es lo que parece estar sucediendo hoy en Argentina con el gobierno de “La libertad avanza”, que no propone más que la “libertad” del capital para dar rienda suelta a su codicia insaciable sin molestas regulaciones a su accionar. Pero para que el capital sea “más libre” es necesario   restringir las libertades políticas del pueblo en general y fortalecer los aparatos represivos. Esto último lo podemos ver expresado claramente en medidas como las que prohíben la reunión de más de tres personas en la vía pública, como ya sucedió por estos lares durante las dictaduras de los 70 y 80. Asimismo, esa mayor “libertad” del capital también exige “flexibilizar” las relaciones laborales, lo que suele traducirse en alargamiento de la jornada laboral, trabajo en negro, mayor precariedad, etc., es decir, menor libertad para los que viven de un salario. Todo esto se agrava, además,  si tomamos en cuenta que vivimos en un capitalismo cada vez más rentístico y menos productivo, donde se confunde ganancia con renta, y muchas veces el asegurador de esa ganancia-renta a los grandes capitalistas es el estado, a través de privatizaciones, tercerizaciones,  concesiones, o los mecanismos de endeudamiento público.


En el capitalismo existen fuertes pulsiones que procuran que los seres humanos entreguen la mayor cantidad de tiempo posible de sus vidas para permitir el movimiento constante de valorización del capital, olvidando muchas veces que hay límites naturales. Es por esto que Marx consideraba fundamental la lucha por la limitación de la jornada laboral, puesto que esta implicaba imponer una regulación al capital y en cierta manera era un paso hacia el “reino de la libertad”.


Estas pulsiones se fortalecen en tiempos de crisis, y hoy vivimos una crisis muy profunda del sistema capitalista, de carácter estructural. Marx había pronosticado que la tasa de ganancia tendería a decrecer, puesto que la fuerza de trabajo empleada (el capital variable) tiende a ser con el tiempo proporcionalmente menor respecto a la cantidad de maquinaria, materias primas, herramientas, etc. en que se invierte (capital constante). Pero quien genera plusvalía y, por tanto, la ganancia no son las maquinas, sino esa mercancía que tiene la peculiaridad de producir más valor del que cuesta: la fuerza de trabajo. Para contrarrestar esto, el capital tiende a aumentar el grado de explotación de la fuerza de trabajo. Esta predicción de Marx, hoy es una realidad que se puede visualizar en la cada vez menor “rentabilidad” de muchas actividades productivas. El neoliberalismo es en gran medida una respuesta a esta tasa decreciente de ganancia.


A partir de lo expuesto, creo que es bastante comprensible porque se desarrolla en nuestras sociedades un sentido común tan hostil hacia el ocio y el descanso, hacia las vacaciones en su pleno significado, y porque este odio se fortalece en determinados momentos. Este tiempo es visto como “muerto” o “perdido”, conspira contra la valorización del valor. Esto ya se percibía desde el origen de las sociedades capitalistas con el surgimiento del protestantismo calvinista y su culto al trabajo, el que se expresó  en forma mucho más radical en los Estados Unidos. Aquellos viejos protestantes no consideraban  el afán de lucro y el enriquecimiento como un “pecado”, como era el caso del catolicismo, sino como una prueba incluso de que se estaba predestinado a la “salvación”. El pecado fue transformado en virtud.


Tal vez el calvinismo expresaba, en términos más aceptables para aquellos tiempos, un espíritu religioso subyacente: el del propio capitalismo como religión al decir de Walter Benjamin. Pero más allá de estos planteamientos de Benjamin, hoy podemos ver como la ética del trabajo que caracterizaba esa religiosidad ya no es propia solamente de los países protestantes. Se ha extendido y permeado fuertemente en las tendencias dominantes de la cultura contemporánea, manifestándose de múltiples formas. El Uruguay, por supuesto, no está excluido de esta “espiritualidad”. Se expresa en un conjunto de dichos e ideas sobre nosotros mismos que forman parte de eso que Gramsci denominó “sentido común”: “en Uruguay se trabaja poco”, “tenemos muchos feriados”, “el año empieza cuando llega el último ciclista”, “se sale adelante trabajando”, “los pobres son pobres porque quieren”, etc. Sin embargo, todo esto contrasta no solo con mediciones estandarizadas como pueden ser la cantidad de horas trabajadas según la OCDE, que demuestran que en Uruguay se trabajaría bastante más horas que en los países del “primer mundo”, sino con la simple observación de nuestro entorno: ómnibus llenos de gente yendo a trabajar de madrugada, padres que no pueden estar con sus hijos y la necesidad cada vez más apremiante de escuelas de tiempo completo, el multiempleo o la realización de horas extras “para llegar a fin de mes”, etc. Sin embargo, tan fuerte es el peso de la ideología que todas esas realidades cotidianas no son vistas o son negadas por muchos.


La actual reforma jubilatoria apunta a aumentar el grado de explotación de la clase trabajadora, apropiar más tiempo de vida de los trabajadores para entregárselo al capital, ¿y qué es la vida sino tiempo?. Se da en un contexto de crisis profunda del actual sistema. Además de alargar los años de trabajo, tendrá otras consecuencias muy negativas para la clase trabajadora: para los jóvenes será más difícil insertarse a nivel laboral, y los que pierdan el trabajo a los 50 y pico o 60 y poco vivirán años esperando sin un ingreso seguro.  En este sentido, la reforma constitucional propuesta por el PIT CNT, que limita la edad de retiro a los 60 años, elimina las AFAPs y establece que las jubilaciones mínimas se fijen según el salario mínimo nacional, es una lucha fundamental para la clase trabajadora. Porque -como la limitación de la jornada laboral por la que lucharon los martires de Chicago y tantos otros- impone una regulación al capital, permitiendo más tiempo disponible a los trabajadores y apuntando a la construcción de un sistema de solidaridad intergeneracional, y no un sistema de ahorro privado basado en el lucro y una concepción ultraindividualista, que además ha fracasado en todo el mundo. La riqueza que producen los trabajadores hoy es mucho mayor que hace 40 o 50 años, o la que producían los trabajadores que lucharon por la reducción de la jornada laboral. Sin embargo, el capitalismo, lejos de cumplir la promesa de que el desarrollo tecnológico permitiría reducir el tiempo de trabajo, como planteó Keynes en su momento, quiere aumentarlo permanentemente. Esto no sucede porque no haya niveles de riqueza que podrían permitir un tiempo de trabajo menor, sino porque una minúscula parte de la sociedad se apropia de cada vez más y más riqueza, lo que algunos llaman el 1%.


Pensar que apoyar esta reforma puede afectar negativamente a las fuerzas progresistas y de izquierda es un gran error, que va contra todo lo que dice nuestra historia. En el Uruguay, la izquierda siempre ha avanzado gracias a las luchas de la clase trabajadora y otros sectores subalternos, y no a pesar de ellas. Las luchas contra las privatizaciones, en defensa de la educación pública, contra el autoritarismo y los recortes de libertades o por los derechos de los trabajadores siempre fueron fundamentales para lograr mayores niveles de organización y conciencia. El tema se torna más complejo si pensamos que, en las actuales fuerzas progresistas, algunos no apoyan este plebiscito no por consideraciones tácticas de carácter electoral, sino porque consideran que es una necesidad aumentar la edad de retiro y no ven como deseable derogar el régimen de AFAPs. En este caso parece no solo que se aceptó el capitalismo como una realidad intransformable, sino que al parecer no se puede ir más allá de algunos de los elementos centrales del modelo neoliberal. Resulta un tanto paradójico que en un momento de crisis tan profunda del capital, tal vez mucho mayor que en décadas anteriores, haya disminuido tanto la capacidad de crítica de gran parte de las fuerzas progresistas al capitalismo. Mientras esto sucede, quienes adoptan un discurso más crítico y “antisistema” son las fuerzas reaccionarias, a las que se les ha cedido el lugar de la crítica. Podemos observar muy cerca de nosotros a lo que eso puede conducir. Muchos han salido con discursos catastrofistas sobre las “terribles” consecuencias que tendrían los cambios propuestos por el PIT CNT, a lo que ya se ha respondido con solvencia, demostrando que todo se basa en especulaciones con poca o ninguna base científica. La catástrofe que realmente podemos vivir es dejar de lado todo el largo proceso de acumulación histórica de la izquierda y los trabajadores, y no ser capaces de desarrollar hoy un proyecto alternativo que de respuestas a los grandes problemas de nuestro pueblo, olvidando todo proyecto emancipador. Es ahí, cuando la mayoría del pueblo pierde las perspectivas y las esperanzas, que surgen los demagogos que se presentan como “críticos”de la realidad existente, pero cuyo objetivo es salvar al sistema, hundiendo a nuestros países en una mayor miseria y autoritarismo.


 

Notas


38 visualizaciones0 comentarios

Entradas relacionadas

Ver todo

Comments


bottom of page