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Foto del escritorAlexis Capobianco Vieyto

Reflexiones en torno a la reforma y la revolución

Actualizado: 9 may



La reforma y la revolución no se oponen necesariamente, los revolucionarios luchan por reformas, pero teniendo como horizonte la revolución. El reformista, como se lo entiende habitualmente, en cambio, no se plantea un objetivo más allá de las reformas. Asimismo, los revolucionarios que no luchan por reformas son incapaces de construir una fuerza política real, un sujeto revolucionario, quedan aislados de las masas que espontáneamente luchan por reformas.


¿Cómo se suele entender a la reforma hoy? Como aquellas transformaciones que, en una primera instancia al menos, no implican la transformación radical y superadora de las estructuras capitalistas, tanto políticas, como económico-sociales, como ideológico-culturales.


¿Que es una revolución? Marx en la cuestión judía distingue entre emancipación política y humana, la primera se puede asociar con lo que después se llamarían revoluciones burguesas. Estas consagran la libertad, la igualdad y la fraternidad (aunque esta última no tanto), pero a un nivel que podríamos llamar superestructural, jurídico-político-ideológico, en la sociedad “política”. Se construye una comunidad imaginaria, pero no una comunidad real. La emancipación humana supone la superación de las relaciones de explotación y dominación propias de las sociedades divididas en clases. Lo que después Marx y el marxismo llamarían revolución socialista o comunismo apuntan no solo a la realización teórica de la libertad y la fraternidad, sino a su realización práctica, y esto solo es concretable superando la explotación de unos seres humanos por otros, lo que únicamente puede realizarse transformando a los principales medios de producción de propiedad privada de unos pocos en propiedad común. Este es el camino necesario para superar el antagonismo entre los seres humanos y conformar una comunidad real, y no una imaginaria, que en el mundo realmente existente implica su contrario: la guerra de todos contra todos. Por tanto, en la mayoría de las sociedades actuales, que ya han logrado la realización teórica de la libertad e igualdad, un proceso revolucionario implicaría cambios radicales en las estructuras y relaciones que impiden su realización práctica: la toma del poder por parte de la clase trabajadora, la socialización de los principales medios de producción, y el desarrollo de una nueva cultura y una nueva ética.


La reforma es una cosa muy seria para dejarlo en manos de los reformistas dijo Lenin, ¿Por qué razón? Entre otros motivos, porque los reformistas no se plantean reformas que abran nuevas perspectivas y que nos pongan en los “umbrales” de transformaciones revolucionarias, sino que tienden, por el contrario, a mantenerse en los límites de las estructuras y de las ideologías dominantes. Por el contrario, muchas veces son transformaciones poco profundas que cambian algunas cosas para mantener el conjunto de las estructuras sociales, reproduciendo -además- la ideología dominante, porque son realizadas desde los parámetros de esa ideología. Asimismo, esas reformas no abren espacios para la formación, para la educación de las masas, y, es importante no olvidarlo, para la educación de los mismos “educadores”.


Hay determinados presupuestos filosóficos en la concepción en relación a la reforma y la revolución de revolucionarios como Lenin que son los del materialismo dialéctico. Su concepción del mundo se aleja por un lado del subjetivismo extremo hoy dominante, que reduce todo a interpretaciones subjetivas igualmente válidas, a autopercepciones, y a una imposibilidad radical de conocer la realidad objetiva. Pero también se opone al materialismo contemplativo, que no es capaz de concebir que la realidad objetiva, ese “ser ahí”, es en gran medida una objetivación de la actividad humana y de la lucha de clases. El ser humano es producto de sus circunstancias y su educación, pero el ser humano, a su vez, puede modificar esas circunstancias y esa educación dijo Marx alguna vez, y lo puede llegar a hacer en forma consciente y crítica podría haber agregado Antonio Gramsci. En ese proceso de modificación de lo existente, en las luchas que llevan adelante los trabajadores, se transforma la realidad, pero también se conoce esa realidad que se está modificando. Las masas se educan, cumpliendo un papel fundamental los sectores más conscientes, pero también esos sectores más conscientes son educados por las luchas y las masas. Existe entre direcciones y masas, entre teoría y práctica, entre transformación y conocimiento, una relación dialéctica de enriquecimiento mutuo. Cuando se escinden, cuando se privilegia o absolutiza uno de los polos, se suelen producir dos problemas: el desplazamiento hacia una concepción idealista que no toma en cuenta la realidad objetiva, o sino la asunción de un “realismo” fatalista (espíritu sanchopancesco al decir de Mariátegui) que no concibe esa realidad como modificable en forma radical. Esto suele expresarse en tendencias reformistas demasiado “realistas”, o concepciones ultraizquierdistas demasiado “idealistas”. Muchas veces una suele llevar a la otra: cuando los “idealistas” confirman que no son realizables sus objetivos, porque quieren hacerlo sin las necesarias “mediaciones”, concluyen en un realismo “pragmatista” que no ve más allá de la realidad existente, del presente. Eso se expresa hoy como toda una ideología dominante, como fin de la historia o caída de metarrelatos, en forma muchas veces consciente y, en otros casos, como presupuesto inconsciente y acrítico de la ideología y de la práctica política. En cambio, en una concepción revolucionaria, el futuro es fundamental, determinante y no se transforma en una eterna repetición del presente como en las visiones hoy prevalecientes. Si seguimos a Lukács, la actividad política en el presente se determina en función del futuro que se aspira a realizar. Hoy vivimos en un presentismo absolutizado que ha borrado la dimensión del futuro, solo hay porvenires inmediatos individuales en que el presente se eterniza, y el pasado, la memoria, etc., también tienden a ser disueltos, y cuando se piensa algún mañana diferente es más en términos apocalípticos que de una nueva sociedad.


Asimismo, una concepción revolucionaria tiende hacia el universalismo, siente como propia “cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo” al decir del Che Guevara, no se queda limitada a su lucha concreta y particular. Hoy vivimos una proliferación de luchas parciales, y de visiones que no van más allá del particularismo. No se trata desde una perspectiva revolucionaria de rechazar esas batallas, pero si de integrarlas, de articularlas con la lucha por la emancipación de la humanidad de todas las formas de explotación y dominación. Porque, además, las raíces más profundas de esas injusticias -que dan lugar a esas luchas parciales- las encontramos muchas veces en este sistema, basado en la explotación de unos seres humanos por otros.


Desde una perspectiva dialéctica, la realidad está en constante transformación, tanto la naturaleza, como la sociedad y el pensamiento se encuentran en un perpetuo devenir. Pero la dialéctica propia de la sociedad se diferencia en un punto en forma sustantiva de lo que Engels llamó dialéctica de la naturaleza: en la sociedad actúan seres humanos, capaces de proponerse fines y de conocer la realidad existente. Para nuestra especie es posible tener conciencia de la “necesidad”, lo que es precisamente la libertad según la concepción dialéctica de Hegel y Marx. Una libertad que muy lejos se encuentra de toda omnipotencia, pero también de una suerte de impotencia absoluta. Podemos actuar en el marco de determinadas condiciones que no elegimos, pero dentro de esas circunstancias no hay un solo camino, una sola posibilidad.


La idea de que todo es relativo, de que no tenemos más que la posibilidad de conocer autopercepciones y relatos, implica la imposibilidad de transformar la realidad, porque para esa concepción lo real es incognoscible, es un más allá que no podemos conocer y menos aun transformar. Para estas visiones filosóficas, como señaló Lenin en su momento, es tan válida la teoría de la explotación y el concepto de plusvalía de Marx, como las teorías que niegan la explotación de unos seres humanos por otros. Desde esta perspectiva -y en esto por lo general los relativistas locales suelen caer en una contradicción- debería ser tan válida la teoría de los dos demonios o la negación incluso de la tortura y la desaparición como prácticas sistemáticas de la dictadura, como la teoría que sostiene que las dictaduras apuntaron a frenar el proceso ascendente de la lucha de los trabajadores e imponer un ajuste estructural, lo que algunos años después se llamaría neoliberalismo.


Y entre estas dos concepciones filosóficas de las que venimos hablando -subjetivismo y materialismo contemplativo- se ha enmarcado en general el pensamiento dominante, incluyendo la mayor parte de lo que hoy se entiende como “progresismo”. Se trata de un fenómeno mundial y no solo local. Para el “espíritu de estos tiempos”, no se puede cambiar la realidad, ya sea porque a esta se la concibe desde una forma meramente contemplativa, mecánica, o porque se la visualiza como un más allá incognoscible. A lo sumo podemos hacer cambios parciales y locales, lo que suele combinarse con la idea de que los cambios que apuntan a la totalidad social implicarían totalitarismo, desconociendo que tal vez no haya algo más cercano al totalitarismo que las sociedades capitalistas actuales.


Lenin y Marx fueron políticos realistas, pero no en el sentido pragmático o mecanicista de estos tiempos, sino en un sentido dialéctico. Y ser realista desde esta perspectiva filosófica implica no solo ver lo que se nos aparece como inmediato, como lo “dado”, lo positivo, sino también lo mediato, lo potencial, las posibilidades de negación que existen en la realidad existente, entendida esta última no en sentido nihilista, sino en un sentido dialéctico, como superación. Eran realistas que soñaban con una nueva sociedad, pero con los “pies en la tierra”, frase que también se le atribuye a Lenin, y que si no lo es refleja muy bien su pensamiento y su práctica política. El soñar -solamente- conduce a utopías irrealizables, y el tener muy metidos los pies en la tierra nos lleva a que solo podamos caminar muy lentamente o que directamente nuestros pies queden hundidos y no puedan dar siquiera un paso. Las visiones hegemónicas implican, por tanto, una práctica y un pensamiento para el que la realidad es intransformable, o para la que solo son posibles pequeños cambios, que no alteran las bases fundamentales de esta sociedad.


Si analizamos lo que los marxistas llamaban condiciones objetivas, tal vez nos encontremos con que estas están mucho más presentes ahora que en otros momentos en que se dieron profundas transformaciones revolucionarias. El problema fundamental es hoy el factor subjetivo, organizativo, político. Vemos, incluso, situaciones revolucionarias, -Chile, Perú, etc.-, que no pueden transformarse en revoluciones. En nuestras cortas vidas es difícil darse cuenta de las consecuencias a nivel subjetivo que produjo la caída del socialismo real, acontecimiento que abrió la posibilidad de una gran ofensiva político-ideológica por parte de la clase dominante a nivel mundial. Muchos partidos revolucionarios se disolvieron, o se volvieron hacia un centro político poco distinguible de la centro derecha. Una de las tragedias más grandes en este sentido fue la de un partido como el PCI, que más allá de sus limitaciones, de su eurocomunismo, era una referencia a nivel internacional y en la cultura italiana. Las tendencias reformistas se transformaron en hegemónicas, o -planteado desde una perspectiva social- las concepciones y organizaciones propias de los trabajadores dejaron de ser las que dirigían a la izquierda. Conceptos como socialismo, revolución, explotación, imperialismo fueron desapareciendo del léxico de la mayor parte de los partidos y referentes de izquierda. Hoy vemos una guerra que puede llevar a la destrucción parcial o más que parcial de Europa y una absoluta y sorprendente inacción de la absoluta mayoría de la izquierda, cuando no a un otanismo más o menos agresivo.


Lenin dijo que sin teoría revolucionaria no hay movimiento revolucionario, tesis que no hay que considerar ni contrapuesta a la Tesis 11 de Marx, como muchos lo han hecho en forma consciente o inconsciente, sino como dialécticamente complementaria. Pero hoy, en gran medida, vivimos en esa situación en que no hay teoría revolucionaria, por lo que los movimientos que potencialmente apuntan a cambios profundos no se pueden transformar en movimientos revolucionarios efectivos. No es que no haya teorizaciones y aportes muy valiosos, pero estos no se transforman en ideas que arraiguen en amplias masas, no devienen en patrimonio colectivo y en “sentido común” de amplios sectores de la clase trabajadora. Falta lo que algunos han llamado “batalla cultural” o la efectiva construcción de una contrahegemonía político-ideológica, o lo que Arismendi y Massera llamaban “revolución cultural”.


El capitalismo ha perfeccionado y ampliado sus medios de manipulación ideológica, la derecha y el capital han sido mucho más gramscianas que la izquierda, y a través de sus “tanques de pensamiento” y de sus latifundios mediáticos han impuesto su ideología, y han producido construcciones ideológicas cada vez más específicas que tienden a fragmentar y paralizar las luchas. Este sistema produce condiciones subjetivas y “subjetividades” que le permiten perpetuarse y reproducirse, a pesar de su profunda crisis. Esa producción es -en términos estrictos- totalitaria: apuesta a un control total, no solo a través de informaciones falsas, sino de una hegemonía cultural que implanta modelos de vida, valores, ideales, deseos, y todo tipo de ilusiones ideológicas. Esa ideología impone una concepción del mundo, como dice el marxista italiano Diego Fusaro, que tiende a naturalizar y fatalizar lo existente: se muestra una realidad que es producto de la actividad humana, el mercado y la competencia, como algo natural, y en tanto natural, inevitable y fatal. Esa fatalización de lo existente es lo que precisamente Lenin y el leninismo derrotaron con la revolución de octubre.


Lenin, Berstein, Kautsky y la revolución


Lenin es el gran ausente en el pensamiento y la acción de la izquierda en las últimas décadas. Tras la caída del socialismo real, predominaron lecturas que veían en el revolucionario ruso la semilla de los errores que llevaron a la burocratización posterior en la URSS y los gobiernos de Europa del este. Pero estas interpretaciones no toman en cuenta que la línea del dirigente bolchevique era precisamente la opuesta a la de las políticas que causaron estas deformaciones autoritarias. Se opuso a la colectivización forzosa, propuso la Nueva Política Económica y la cooperativización a largo plazo y nunca una política de estatización total. Fue un firme defensor del principio de autodeterminación de los pueblos (lo que fue olvidado en más de una ocasión por la dirigencia soviética posterior), y jamás promovió políticas de reglamentación del arte como terminó siendo el “realismo socialista”. En los siguientes párrafos, intentaremos reflexionar sobre algunos aportes de Lenin, muchos de ellos en polémica con dirigentes de la segunda internacional, que entendemos esenciales para pensar en el mundo de hoy y en una estrategia revolucionaria.


El análisis y la caracterización del imperialismo que realizó Lenin a principios del siglo XX se mantiene vigente en lo esencial, y en algunos aspectos parece adquirir una mayor actualidad que en aquel entonces. Esto no quiere decir que este fenómeno se mantenga inmutable. Hay un elemento fundamental que ha cambiado a partir del fin la segunda guerra mundial y que se reafirmó con la caída del socialismo real: el imperialismo norteamericano se transformó en hegemónico, política, ideológica, económica y militarmente, las otras potencias capitalistas se subordinaron y aceptaron el predominio de EEUU. Hoy su hegemonía económica está en gran medida cuestionada por el ascenso chino, también es dudoso su predominio militar, el desarrollo tecnológico ruso y el desafío yemení en el mar rojo son dos elementos relevantes en este sentido. Pero su predominio ideológico es innegable, lo que le permite también, aunque cada vez con mayores dificultades, ser en gran medida hegemónico a nivel político. Esta realidad coloca como prioritaria una tarea que podríamos llamar leninista-gramsciana: la de desarrollar una contrahegemonía político-cutural de la clase trabajadora, lo que implicaría, para ser consecuentemente leninistas (y gramscianos), un análisis concreto de la realidad concreta. No basta con repetir viejas fórmulas, más cuando algunas de esas consignas del pasado no tienen siquiera origen en Lenin, sino que fueron producto de deformaciones que se impusieron a posteriori y que se quisieron contrabandear como parte del “leninismo”.


Retomar la senda leninista es urgente y fundamental para la izquierda cuyos objetivos son revolucionarios. Esto implica plantear una visión estratégica, superadora del inmediatismo propio del pragmatismo “realista” de las tendencias hegemónicas en la izquierda de hoy, para las que, como para el viejo Bernstein, el “movimiento lo es todo y el fin nada”. Lenin se caracterizó por combinar un fuerte realismo político con un compromiso revolucionario inquebrantable, cuestión que parece fácil de decir, pero que es difícil de realizar. Todas las grandes revoluciones implicaron esta combinación: en Rusia, en Cuba, en la Yugoeslavia de Tito, en la China o en Vietnam. En este mismo sentido, también necesitamos una gran firmeza de principios combinada con una no menos grande flexibilidad táctica y amplitud. Todo lo que implica una fundamental capacidad para el “análisis concreto de la situación concreta”, saber interpretar correctamente la realidad en la que estamos parados. Por lo anterior, se puede decir que Lenin fue un revisionista del marxismo, pero no en el sentido en que generalmente se entiende esta idea, como en el caso de Bernstein, cuya “revisión” fue más bien una liquidación de los aspectos fundamentales del marxismo y de su concepción revolucionaria. El socialdemócrata alemán rechazó la teoría del estado de Marx, la dialéctica -a la que llamaba el “armatoste” dialéctico-, y también el camino revolucionario hacia el socialismo, proponiendo un camino “evolutivo” de cambios solamente que la historia demostró inviable.


Lenin, por el contrario, mantuvo firmes los elementos fundamentales de la teoría marxista y de una estrategia consecuentemente revolucionaria, pero eso implicó hacer revisiones de la teoría de Marx. El desarrollo de la teoría del imperialismo fue sin duda una de esos cambios, el hecho de que las revoluciones probablemente se produjeran en los eslabones más débiles de la cadena y no en los países centrales también. Pero, al mismo tiempo, desarrolló en forma explícita la teoría del estado de Marx y Engels, que se encontraba en gran medida implícita o en forma fragmentaria en diversos escritos. A su vez, aportó una teoría del partido e hizo un impresionante aporte teórico-práctico a la concepción política, a la táctica y a la estrategia revolucionaria, en forma radicalmente antidogmática e innovadora. Y esta es también una necesidad hoy: ¿cómo enfrentar radicalmente al capitalismo si no somos capaces de realizar una revisión o renovación revolucionaria de los aportes de Marx, Lenin y del leninismo en el siglo XX? Es necesario mantener lo fundamental, lo esencial, no por adhesión dogmática, sino porque la misma realidad nos confirma el acierto de la concepción marxista-leninista. Pero es imprescindible también actualizar esa teoría y estudiar concretamente las transformaciones estructurales, culturales y políticas del mundo actual, entre los que encontramos el gran desafío ecológico, que no fue ajeno ni a Marx ni a Engels, y sobre el que Arismendi expresó una importante preocupación a partir de la década del 80, como así también Massera en sus últimos escritos.


Bernstein fue el primer gran exponente ideológico de un tipo de revisión del marxismo que -tomando elementos del positivismo y el mecanicismo evolucionista dominante- llevaba a esta corriente política por la senda de la renuncia a la revolución, es decir, llevaba al marxismo a dejar de ser marxista. El alemán defendía una concepción de los cambios puramente evolutiva, gradualista y hostil a la teoría, que demostró -además- ser una quimera. Porque más allá de su supuesto realismo, el reformismo no deja de ser utópico, en tanto plantea un camino al socialismo que nunca se concretó, que la historia ha demostrado que es irrealizable (ahí tenemos toda la historia de la socialdemocracia europea, hoy socioliberal, y cada vez más liberal que socio). Entre los elementos poco realistas de la teorización bersteiniana, nos encontramos con: la negación de las crisis capitalistas, una supuesta tendencia a la mejora constante de las condiciones de vida de los trabajadores, o la hipotética tendencia a la superación de las guerras en el capitalismo. Las violentas guerras desatadas pocos años después, probablemente las más violentas de la historia de la humanidad, la profunda crisis del 29 y la crisis estructural del capitalismo que vivimos hoy, así como la continuidad de las guerras, de la guerra permanente en uno un otro lugar del planeta, son un testimonio profundo de su alejamiento de la realidad, lo que no deja de ser muy coherente con el hecho de que jamás la socialdemocracia cumplió su promesa de superar el capitalismo, ni siquiera se aproximó hacia ello.


Pero el revisionismo bersteiniano y su estrategia de reformas no revolucionarias no fueron los únicos que emergieron en la segunda internacional. En 1910, Karl Kautsky empezará a dejar de lado su perspectiva revolucionaria, que lo había hecho anteriormente referente de una Rosa Luxemburgo o de un Lenin, y se transformará en el “renegado Kautsky” al decir de Ilich. Pero, a diferencia de Bernstein, intentará situarse en una postura pretendidamente no revisionista, sino “ortodoxa” en el seno del marxismo.


Karl Kautsky intentará transformar a Marx en un liberal a juicio de Lenin. El socialdemócrata alemán rechazará el concepto de dictadura del proletariado, lo que implicaba para Lenin renunciar a la conquista del poder por parte de la clase trabajadora. Hoy asociamos a la palabra dictadura con nuestro pasado reciente, nos produce un profundo y justificado rechazo, pero hay que ver que una misma palabra puede significar cosas muy diferentes. En la concepción de Marx, todo forma de gobierno, por más democrática y republicana que sea, implica la dictadura de una clase sobre otra, como demostró Lenin en su obra El estado y la revolución. La diferencia con una dictadura fascista es que esta última es una dictadura abierta y desembozada, donde predominan los mecanismos coercitivos sobre los de consenso. Pero las democracias republicanas lo son hasta que se pone en cuestión el poder de la clase dominante, o incluso cuando esta sospecha que su poder puede ser puesto en peligro, ahí aparecen inmediatamente en acción los aparatos represivos y judiciales, cuya función fundamental es mantener el orden capitalista. Si el cuestionamiento es percibido por la clase dominante como una amenaza de mayor envergadura, esos aparatos represivos dejarán de actuar según las leyes vigentes, desatarán represiones como hemos visto en Chile, en Perú, o en Colombia, no sujetas a los famosos “protocolos” o a los límites que imponen los derechos humanos. Por último, utilizarán como recurso los golpes de estado o las invasiones llegado el caso -apelando a ese gran aparato represivo mundial que es el imperialismo hegemónico- para mantenerse en el poder. Toda la historia, desde la Comuna de París hasta el presente, es un testimonio de esta realidad. La tarea de desmontar, de destruir los aparatos represivos, y la conquista del poder por la clase trabajadora es insoslayable en toda revolución socialista, es una condición imprescindible. Cómo y por que caminos eso se puede realizar es otra discusión. El camino puede ser insurreccional, como fue la revolución bolchevique; la guerra de guerrillas, como fue en Cuba; o se puede intentar un camino pacífico, por vía democrática. Pero tarde o temprano, como ya señalo Engels en su momento, o Arismendi unos 100 años después, la clase dominante va a apelar a la violencia, va a intentar imponer por la fuerza la perpetuidad de su poder.


Otro gran dogma que se improndrá en la segunda internacional a instancias de Kautsky -y al que Lenin se enfrentará en la teoría y en la práctica- es que las revoluciones solo pueden realizarse cuando hay un gran desarrollo de las fuerzas productivas, o cuando estas fuerzas ya se han desarrollado totalmente. Esto equivale a decir que las revoluciones socialistas solo son viables en los países capitalistas desarrollados. Por lo que ninguna de las revoluciones socialistas del siglo XX podían haberse realizado según este dogma, todas fueron un “error”. Pero, precisamente, lo que quedó demostrado es que las revoluciones tenían muchas más probabilidades de realizarse en los eslabones más débiles, como planteaba Lenin, que en los países capitalistas centrales, si bien no lo descartaba totalmente. La concepción de la historia presupuesta por el revolucionario ruso es no lineal, lejana a toda visión mecanicista. Es -precisamente- dialéctica en su sentido más profundo, porque concibe al ser humano no solo como un mero objeto pasivo de la historia, sino como potencial sujeto activo, y esta es una diferencia fundamental con el reformismo. La contradicción fuerzas productivas-relaciones de producción no puede ser entendida en forma mecánica, es decir, pensar que va a llegar un momento donde no pueda haber más desarrollo posible de las fuerzas productivas en el marco de esta sociedad, un non plus ultra. Las relaciones de producción capitalistas, sobre todo en los países capitalistas y dependientes como el nuestro, frena ese desarrollo, pero no lo impide totalmente, menos aun en los países centrales. Sin embargo, es claro que lo limita profundamente, o que lo impulsa según las necesidades del imperialismo y no en función de las de los países dependientes. Es un desarrollo deforme, desigual y combinado. La toma del poder por el proletariado permite dirigir en cambio ese desarrollo en un sentido socialista, aunque puedan pervivir por un tiempo importante relaciones de producción capitalistas. La clase trabajadora puede ir construyendo una base creciente de relaciones de carácter nuevo, socialista, o con una perspectiva socializante, promover la cooperativización, etc., lo que Lenin empezaba a impulsar con la NEP.


A modo de síntesis


Lenin se opuso a las tendencias mecanicistas que se desarrollaron en la segunda internacional, que desde perspectivas evolucionistas y lineales negaban la posibilidad de la revolución. Fue capaz de reformular críticamente el marxismo, partiendo del “análisis concreto de la situación concreta”, lo que lo llevó a desarrollar la teoría del imperialismo. Asimismo, retomó y desarrolló la teoría marxista del estado que estaba en un nivel implícito y disperso en las obras fundamentales. Esto último fue fundamental para el desarrollo de la estrategia revolucionaria, para determinar con claridad que no se trataba de asumir la dirección de la antigua maquinaria del estado de las clases dominantes, sino construir un nuevo poder, un estado “tipo comuna” o un semiestado como dice en otras ocasiones, con la perspectiva de su extinción. Se enfrentó al fatalismo de la segunda internacional, que transformaba al marxismo en un “determinismo de las fuerzas productivas”, concepción para la que ninguna revolución socialista de las que se desarrollaron en el siglo XX era posible. Es por estas razones, entre muchas otras, que resulta fundamental retomar críticamente su obra y pensamiento, como el de toda una pleyade de brillantes revolucionarios que han caído en el olvido o se los cita descontextuadamente con el objetivo en general de domesticarlos, entre ellos: Rosa Luxemburgo, Preobrazhensky, Alexandra Kollontai, Clara Zetkin, Nadia Krupskaia, Karl Liebchnecht, August Bebel, Antonio Granmsci, Ho Chi Minh, el mejor Mao Zedong, José Carlos Mariátegui, Fidel y los revolucionarios cubanos, Rodney Arismendi, José Luis Massera, y muchos otros. Esto resulta imprescindible hoy, cuando hay serias dificultades para desarrollar una estrategia revolucionaria, cuando el socialismo desapareció del debate político, aunque es más urgente que nunca, y cuando las concepciones filosóficas que nos dicen que no es posible transformar la realidad son mucho más fuertes que en momentos históricos anteriores, a pesar de que esto se torna cada vez más necesario.


Cuestión del poder, el reformismo rechaza la conquista del poder por el proletariado, visualiza la democracia representativa como la democracia o la forma insuperable de la democracia, en cambio, las concepciones revolucionarias proponen una nueva forma de democracia, una democracia mucho más profunda.


Reformas con objetivos revolucionarios y papel educador de luchas por reformas.


Universalismo concreto revolucionario, contra universalismo abstracto o particularismo de reformismo.


Hegemonía clase trabajadora.


Reformismo implica en general alguna especie de concepción mecanicista o una visión escéptica subjetivista, se aleja siempre del armatoste dialéctico. Su realismo es el que concibe a la realidad como algo intransformable.

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