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Foto del escritorAlexis Capobianco Vieyto

Tiempos de Guerra ¿y revolución? una reseña de El imperialismo del dólar,
 de Mauricio Lazareto

Actualizado: 9 may





Casi terminando el año 2022, me llegó una invitación para ir a una conferencia de Maurizio Lazzarato en la Universidad de la República (Uruguay), quien iba a exponer sobre “¿Cómo repensar la revolución en nuestros días?”. La actividad fue en Montevideo, el viernes 25 de noviembre, en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. A decir verdad, iba sin grandes expectativas. Pensé que me iba a encontrar con ese tipo de pensamiento «crítico» hegemónico, que tiene como una especie de referencia incuestionable a Foucault, y que no trasciende los límites del relativismo dominante, sobre todo autores vinculados al autonomismo y al movimiento operario italiano. Pero, básicamente, me encontré con todo lo contrario, en lo que fue una presentación de su nuevo libro, El imperialismo del dólar.


Para algunos, que tal vez participaron en luchas previas a la caída del «socialismo real», el sociólogo y filósofo ítalo-francés, que se desempeña como profesor en la Universidad de París I, decía cosas «ya sabidas». Eso fue lo que comentaban –palabras más, palabras menos– algunos asistentes a la conferencia. Pero creo que había en este juicio una visión muy parcial.


Mientras los escuchaba, me preguntaba: ¿conocidas para quién? Porque tras la exposición, cuando se abrió una ronda de intervenciones y preguntas, se veía en una parte del público una mezcla de sorpresa, satisfacción por haber escuchado algo «nuevo» –que hacía más comprensibles algunos fenómenos–, pero también resistencia, sobre todo con algunas afirmaciones respecto a que en los tiempos de guerra siempre se abren tiempos de revolución; y que los estallidos revolucionarios, a lo largo de la historia, nunca han sido pacíficos. Se puede objetar que esto debe estar claro para cualquier militante de una organización revolucionaria, sin importar su edad, pero posiblemente esto no sea tan así para una gran parte de las nuevas generaciones, incluso entre aquellos que hoy son activistas. Ha habido una hegemonía, que podemos llamar en un sentido amplio «progresista», que no habla el lenguaje de la revolución, que ha excomulgado conceptos como explotación, imperialismo, dominación de clase, etc. Pero, además, la visión era parcial porque Lazzarato no repite como un dogma, como verdades consagradas por los siglos de los siglos, las tesis y teorías de Karl Marx, Rosa Luxemburgo o Vladimir Lenin, que fueron algunas de sus referencias más claras, tanto en la conferencia de Montevideo como en el libro publicado a posteriori. Sí, se basa en esas fuentes. Pero para recrearlas y replantearlas en un nuevo contexto, que presenta a su juicio claras discontinuidades, pero también algunas continuidades fuertes.


Pero vayamos a la obra, la cual no es muy grande. Se trata, básicamente, de un libro de bolsillo de 224 páginas, escrito y publicado originalmente en italiano, la lengua materna de Lazzarato: Guerra e moneta. Imperialismo del dollaro, neoliberalismo, rotture rivoluzionari (Bolonia, DeriveApprodi, 2023). Afortunadamente, salió de inmediato una traducción castellana: El imperialismo del dólar. Crisis de la hegemonía estadounidense y estrategia revolucionaria (Bs. As., Tinta Limón, 272 págs.).


Las apariencias son engañosas. Aunque el libro es relativamente pequeño, posee una gran densidad informativa y conceptual. La «obertura» es con artillería pesada, acorde a estos tiempos de guerra, que es uno de los temas centrales del libro. Una serie de tesis son disparadas sobre el lector sin contemplación, entre las que -para quien escribe estas líneas, por lo menos– se encontraban algunas verdades muy claras, casi evidentes, pero que cuesta mucho asumir para el sentido común actual. Otras, si no verdaderas, muy probables y verosímiles. Y finalmente, algunas más cuestionables, pero que uno puede sospechar que el autor va a fundamentar con solidez.


Del capítulo I al IV se realiza un análisis del capitalismo actual y su carácter imperialista –en un sentido que se remonta a marxistas como Lenin o Rosa Luxemburgo–, el que ha tenido una gran potencia dominante desde fines de la Segunda Guerra Mundial: Estados Unidos, cuya hegemonía hoy es cada vez más cuestionada. En esos capítulos, se analizan los mecanismos de poder que se han desarrollado e impuesto a lo largo del siglo XX, profundizando en el estudio de dos elementos que suelen ser soslayados en el pensamiento crítico: el papel de la moneda (en este caso el dólar) y el rol de la maquinaria de estado-capital, donde el factor militar resulta fundamental. Pero el análisis del capitalismo nos conduce constantemente a la crítica del pensamiento «crítico» hegemónico, sobre todo de Michel Foucault y de lo que podríamos denominar, en una acepción amplia, «foucaultianismo». Dicho de otra forma, es un análisis crítico de la realidad existente, pero también una crítica de la crítica, por sus limitaciones, sus negaciones, sus elusiones, por no darnos cuenta de aspectos fundamentales de la realidad presente. No se trata de dos elementos inconexos. La crítica de la realidad existente y del pensamiento «crítico» se constituyen en este libro como una unidad, porque ese pensamiento que ha predominado –a nivel de lo que en un sentido lato se puede llamar izquierda– no ha dejado de tener profundos efectos sobre la realidad también.


En El imperialismo del dólar, se expresa una concepción tributaria de un marxismo donde el motor de la historia es la lucha de clases. Es, en este sentido, también una crítica a las visiones marxistas cuyo énfasis está puesto en el automatismo del mercado y en la contradicción relaciones de producción-fuerzas productivas. Lazzarato sostiene una perspectiva teórica para la cual no es posible una «historia sin sujeto». Hablamos de un enfoque según el cual los «automatismos» existentes en la sociedad capitalista fueron precedidos de la lucha de clases y la guerra. No solo se trata, según nuestro autor, de que la clase trabajadora y sus aliados son el «sujeto» de la historia, sino que también la clase dominante actúa como sujeto histórico, y no como una simple «personificación del capital». Es una visión alejada de todo economicismo, que tal vez en algún momento se pueda desplazar hacia cierto politicismo, pero que, dado el economicismo propio del neoliberalismo y de gran parte del marxismo, no deja de ser saludable, porque nunca se llega tampoco a una postura extremista que deje de lado las «bases materiales» del sistema económico capitalista. En este sentido, se pueden encontrar bastantes puntos de contacto con Capitalismo caníbal de Nancy Fraser (que ha sido reseñado por nuestro compañero Fernando Lizárraga en el semanario dominical Kalewche), quien también se aleja de las visiones economicistas y deterministas, y desarrolla –como Lazzarato– una visión global del capitalismo.


En el último capítulo, sin dejar de lado el análisis del capitalismo hoy existente, ni tampoco la crítica de la «crítica», Lazzarato se plantea toda una serie de interrogantes: ¿Cómo constituir un sujeto revolucionario que articule las diferentes luchas? ¿Cómo superar las derivas identitaristas? O, en sus términos más precisos, ¿cómo articular las prácticas de la libertad con las de la liberación, las de la revolución? Estas tareas son urgentes, porque los tiempos de guerra son también aquellos que, a lo largo de la historia, han generado condiciones para las revoluciones, como había señalado Lenin a principios del siglo pasado. Lo que torna acuciante la pregunta del ¿qué hacer?


En el apartado que sigue, intentaremos resumir algunas de las principales ideas y tesis que plantea Maurizio Lazzarato en su último libro.


Travesía al corazón del imperio del dólar


En el capítulo I, Lazzarato comienza señalando que hay que dejar de lado los conceptos propios de la «narrativa» neoliberal, que han sido asumidos también en gran medida por parte de algunas de las tendencias críticas, como “mercado”, “competencia”, “gobernanza”, “capital humano”, etc. Lo que define al capitalismo contemporáneo son conceptos como “monopolio”, “renta”, “imperialismo”, “oligarquía”, “guerra”, entre otros (p. 32).


En el mundo actual, se ha pasado del imperialismo que conocieron figuras como Lenin o Luxemburgo, al «superimperialismo» o “imperialismo del dólar”, concepto que toma de Michael Hudson (p. 35). Pero este tipo de imperialismo, diferente del de principios del siglo XX, no implica que hoy vivamos en una especie de imperio transnacional que ejerza una «gubernamentalidad» mundial. A lo que Lazzarato se refiere es a un imperialismo que tiene discontinuidades con el de principios de la centuria anterior, pero también continuidades. Más que de una nueva «fase» o «etapa», el italiano parece estar hablando de las transformaciones que ha sufrido precisamente lo que Lenin caracterizó como la “fase superior” del capitalismo.


Este imperialismo, con EE.UU. como potencia hegemónica, tiene una característica fundamental, que lo hace diferir de todos los imperialismos anteriores: ha impuesto su moneda nacional como “moneda de comercio internacional” después de la Segunda Guerra Mundial y su inconvertibilidad al oro a partir de 1971. Esto le ha permitido, señala Lazzarato siguiendo a Hudson, gestionar su “liderazgo mundial”, desde la posición de “deudor” y no de “acreedor” (p. 39), y señala más adelante al respecto:


De esta forma, partiendo de su posición de deudor universal, los Estados Unidos pueden aumentar, teóricamente, su deuda al infinito, con el simple procedimiento de imprimir dinero: los países acreedores financian el déficit de su balanza de pagos y el déficit federal. Los recortes de impuestos a los ricos los paga el resto del mundo, como el resto del mundo paga los gastos militares de las 714 bases estadounidenses distribuidas a lo largo y ancho del planeta, con las que mantienen a sus acreedores en jaque y baja presión. [p. 41]

Como está implícito en la cita anterior, el dominio económico del dólar no es ajeno a la hegemonía militar. El capital y el estado no son –como nos plantean los discursos neoliberales– instancias independientes. Para Lazzarato, constituyen una sola maquinaria: la del estado-capital.


Para profundizar en el estudio de estos aspectos, el autor se basará en la obra del general chino Qiao Liang. El motivo económico principal por el cual los Estados Unidos “hacen la guerra todo el tiempo”, no es principalmente por el control del petróleo o de materias primas estratégicas, sino para “imponer y salvaguardar el dólar” (p. 49). Los EE.UU. exportan permanentemente dólares, comprando productos en el exterior, invirtiendo o a través de sus gastos militares. Pero estos dólares deben volver para invertirse en sus bonos o títulos. Para lograr capturar la riqueza producida a nivel mundial, la Fed (Reserva Federal) de Estados Unidos utiliza el aumento o reducción de las tasas de interés, y señala al respecto: “…al controlar el flujo y el reflujo de los dólares, provoca el crecimiento o la recesión del mercado mundial y controla el desarrollo de la economía mundial. Gracias a este control, se apropia de gran parte de esta producción (depredación y renta imperial)” (p. 50) Esto le permite capturar la riqueza producida en el exterior «cristalizada» en dólares, y comprar “porciones enteras de las economías de los países que la retirada de inversiones puso en grave crisis” (p. 51).


Para Lazzarato, el Partido Comunista Chino comenzó a partir de 2008 un proceso de desdolarización, al tomar conciencia “de que las finanzas estadounidenses podían destruir en un día billones de dólares” (p. 56), lo que fue interpretado por los Estados Unidos como una declaración de guerra. En este sentido, el gran enemigo estratégico es el “Sur global”, con China como el “punto más avanzado”. Acá hay tal vez uno de los puntos que quedan poco claros: a veces, China aparece en el libro como un imperio emergente en conflicto con la potencia imperial hegemónica; otras, como el principal impulsor de un orden multipolar, implícitamente más justo. No son necesariamente tesis o visiones incompatibles, pero no se profundiza en su posible articulación.


Este mecanismo de saqueo no lo utiliza Estados Unidos solo con los países del capitalismo periférico, sino también con sus aliados, Europa y Japón, a los que trata como «vasallos». Los que, a su vez, tratan como «vasallos» a otros estados, como es el caso claro de Alemania en relación a Grecia. Advierte Lazzarato que el uso de esta terminología feudal “no es sólo un uso metafórico”, puesto que “…la economía de la renta tiene mucho que ver con la extracción que la aristocracia operaba sobre la sociedad feudal” (p. 61).


Estos procesos no son solamente «económicos». El imperialismo supone la acción constante de factores extraeconómicos. La hegemonía del capital financiero que caracteriza la mundialización actual no depende solo de “Wall Street (capital financiero propiamente dicho)”, sino que “es inseparable de la acción monetaria de la Fed (estado norteamericano) y del Pentágono (fuerza militar y, lo más importante, fuente de financiamiento de investigación y de producción tecno-científica)” (p. 69). Y reafirma sus ideas con Rosa Luxemburgo: “…en realidad, la violencia política es también instrumento y vehículo del proceso económico (…) El capital no solo está ‘chorreando sangre y lodo’ en su nacimiento, sino a lo largo de su expansión por el mundo” (pp. 69-70). Para Lazzarato, la contradicción entre la tendencia a la mundialización del capital y su anclaje en un estado nacional es absolutamente insuperable.


En el capítulo II, se enfoca en la centralización económica, política y militar, igual que en la crítica a Foucault y al foucaultianismo. Comienza planteando lo difícil que es imaginar cómo alguien pudo concebir la posibilidad de un “imperio supranacional y soberano (Negri y Hardt), lo cual hubiera sido destruido “con la fuerza de las finanzas o de las armas” por un imperialismo “unilateralmente dirigido” por EE.UU. (p. 81). Y en todo este capítulo, señala el contraste radical –el abismo algunas veces– entre las teorizaciones foucaultianas y las características propias del imperialismo del dólar.


Foucault consideraba al poder de la aristocracia feudal como un poder básicamente negativo, que apropiaba y sustraía, lo que contrastaba con el poder actual que incita y produce. Pero el capitalismo contemporáneo no es para Lazzarato principalmente un “capitalismo de producción”, sino un capitalismo donde “renta y ganancia se confunden”, donde “el imperialismo del dólar funciona precisamente como “impuesto, mecanismo de sustracción” (pp. 83-84). Para el autor italiano, Luxemburgo, Lenin y “los bolcheviques captan perfectamente estos cambios que Foucault ignora por completo” (p. 84). El filósofo francés nos hablaba de una función “absolutamente positiva” del poder, precisamente cuando “el papel negativo del poder, en lugar de desaparecer, crece proporcionalmente a la función positiva, productiva, del poder mismo” (p. 85).


Esto llevará a que tanto el ordoliberalismo como el neoliberalismo sean leídos “a través de esta concepción positiva del poder” (p. 86), ignorando la renta, las guerras, los monopolios, es decir, sus funciones negativas. “Foucault introdujo la mala costumbre de criticar al neoliberalismo partiendo no del ejercicio real del poder, sino de la forma en la que los teóricos del neoliberalismo hablaban de este en sus libros” (p. 87). Serán dejados de lado rasgos como guerra, finanzas, renta, colonización, etc., que son los que caracterizan precisamente al imperialismo. El neoliberalismo y el ordoliberalismo hablarán de sí mismos en términos de mercado, competencia, transacciones pacíficas, pero lo que caracteriza al capitalismo actual es el monopolio, la “centralización del poder económico en pocas manos”, y la guerra (p. 89).

Por el contrario, el capitalismo se caracteriza por un triple proceso de centralización: económico, político y militar, sin “interrupción ni cambio de tendencia (mucho menos con el neoliberalismo)” (p. 91).


La competencia conduce a la centralización, pero a nivel económico jugará un papel fundamental en este proceso, para Marx, el “sistema crediticio” (p. 92). En El 18 Brumario, el pensador alemán analizará la centralización del poder político, particularmente en el Ejecutivo. Lo que no se opone para él, según Lazzarato, con “una multiplicación y difusión de los dispositivos y técnicas de gobierno y control” (p. 95). Centralización y difusión del poder no se contraponen como piensa Foucault: “…el poder reside en los procesos de centralización (en las centralizaciones) que mandan, deciden, controlan, una multiplicidad social y política amplia y radicalmente subordinada” (de poderes o micropoderes podríamos agregar). Por último, se produce el “monopolio legítimo de la fuerza”, poniendo el énfasis Lazzarato en el “monopolio”, y no en la “legitimidad”: “es el monopolio que produce la legitimidad y no al revés” (p. 96). Nacerá un “aparato de mando centralizado”, que no hará más que fortalecerse en los siglos XX y XXI (p. 98).


Esto se perpetuará y profundizará en la etapa del imperialismo, que para Lazzarato mantiene cuatro características señaladas por Lenin:


1) Hegemonía del capital financiero. Esta hegemonía “…significa que es la economía y las clases rentistas las que dominan y controlan las ganancias, hasta el punto de confundir ambas categorías” (p.100).


2) Colonización. “El saqueo de los recursos y la exportación de mercancías y capitales, sin los cuales el capital no podría reproducirse, son inseparables de la intervención militar” (p. 100).


3) Centralización. Se centralizan el estado y el capital, el poder y la ganancia. Esto no produce “…una identificación de estado y capital, sino que los mantiene unidos en su diferencia. La que hemos llamado máquina de Estado-Capital” (p. 101).


4) La guerra. La confrontación bélica “no es una realidad extrínseca” o un “accidente”, sino que “constituye la fuerza principal que determina la división internacional del trabajo” (p. 102).

El poder ejecutivo se concentró fuertemente en la Primer Guerra Mundial. Fueron los gobiernos quienes movilizaron a las naciones para la “guerra total” (p. 104). La necesidad de actuar rápido también produjo una “destitución” del poder legislativo que no ha hecho más que acentuarse hasta el presente (p. 105).


En la economía no reina una competencia perfecta, como pregona la narrativa neoliberal. En las actividades económicas caracterizadas por una “alta productividad”, rige el monopolio. No es que la competencia haya dejado de existir, pero esta predomina en las actividades económicas menos productivas, y sobre todo entre la fuerza de trabajo (pp. 107-108).


La “supuesta lucha del neoliberalismo contra los monopolios” contrasta con una “configuración” en la que se produce una gran centralización del poder económico y político, con “dos formas diferentes”, a saber: “el monopolio de la máquina imperial norteamericana, que centraliza y planifica el mando sobre la moneda como nunca antes en la historia de la humanidad, y la centralización financiera que alcanza alturas impensables”. En este contexto, “El precio del dinero y del crédito no depende de la ley de la oferta y la demanda. Son, en cambio, establecidos sobre la base de relaciones entre fuerzas dominantes y fuerzas dominadas” (pp. 109-110); en un marco general, además, donde cada vez es más fuerte el “power pricing” (poder de fijación de precios) de algunos “grandes grupos” (p. 113).


Tres grandes oligarquías se han consolidado en EE.UU. con el neoliberalismo: la militar, la extractivista y la financiera. La “democracia social” estadounidense y su “igualdad”, que siempre se combinaron con “imperialismo antidemocrático” (p. 115), “saltan por los aires” y hoy tiende a predominar una “gubernamentalidad” cada “vez más centralizada, jerárquica y autoritaria” (p. 117), que abre el paso a los “nuevos fascismos”, tal vez una de sus tesis más polémicas y cuestionables. Estos fascismos han llegado, para Lazzarato, a algunos gobiernos, pero no necesitan “…ni del ‘escuadrismo’, ni tampoco asumir la forma de una revolución reaccionaria (…) porque no existe el peligro bolchevique, no hay revolución que amenace a las clases acaudaladas” (p. 118).


Desde esta perspectiva teórica, alejada de todo economicismo determinista, el intelectual italiano retoma una tesis de Kalecki: el ciclo político precede al ciclo económico, “la lucha de clases precede y ordena la acumulación” (p. 119).


El neoliberalismo y el ordoliberalismo visualizan la economía como “una alternativa a la guerra”, pero cada “punto de inflexión, cada reestructuración de la producción económica y cada cambio de poder político en el mercado mundial” han sido determinados “por la guerra”. Las guerras mundiales y las revoluciones son las que “reconfiguran por completo el mercado mundial” en el siglo XX (pp. 122-123). Las guerras de Corea y Vietnam, según Lazzarato, son las que conducen a la inconvertibilidad y al imperialismo del dólar. Y también –algo que nos toca muy de cerca– la configuración neoliberal en los países australes de América Latina solo pudo imponerse a través del Plan Cóndor. En el Cono Sur, las ideas de Friedman o Hayek fueron precedidas por los golpes de Pinochet, Videla o Bordaberry: “…la eliminación física de los revolucionarios allana el camino para el sometimiento general a los principios del mercado, la deuda y la competencia” (p. 123). Y es aquí donde Lazzarato plantea una de las críticas más duras a Foucault:

Que Foucault pueda afirmar que el poder de ‘dar muerte’ se reconfigura en un poder de ‘gestionar la vida’ es un insulto a los miles de militantes asesinados en el altar del imperialismo en toda América Latina. La ‘gestión de la vida’ presupone ‘dar la muerte’ como su condición política, porque la ‘vida’ solo puede ser gestionada una vez derrotada la revolución. [pp. 123-124]


En forma similar, plantea Lazzarato, el ordoliberalismo solo pudo imponerse “tras la derrota de la clase obrera alemana a manos del nazismo” (p. 124).

La actual guerra de Ucrania va a producir –ya está produciendo, podríamos decir– una reconfiguración. Para Lazzarato, es la guerra la que configura el “espacio económico” y lo “micropolítico”, y no al revés. Por todas estas razones, “la guerra debe incorporarse al concepto de capital”. Incluso en tiempos de “paz”, la guerra ha sido esencial para “defender el dólar y eliminar a cualquiera que amenace su supremacía cuando las finanzas no bastan” (pp. 126-127).


En el capítulo III, Lazzarato se centra en la crítica de algunas tesis de Foucault, o del pensamiento de inspiración foucaultiana. Para el italiano, no vivimos bajo un nuevo tipo de poder “no soberano”, sino que se produce un “doble estándar”: grandes estados que ejercen una “soberanía verdadera”, tanto económica como política (en primer lugar Estados Unidos, pero también China y Rusia), y estados que ejercen una “soberanía limitada” (p. 133), entre los que Lazzarato señala a los estados europeos, a los que considera “vasallos” de EE.UU. La potencia hegemónica es quien impone normas a otros estados, que ella misma no respeta, como la “estabilidad monetaria” o “presupuestos equilibrados”. Normas que, en caso de aplicarlas, producirían el colapso “económico y político inmediato” de los Estados Unidos (pp. 137-138)


También son errados conceptos como el de “empresario de sí mismo” o “capital humano”, que gran parte del pensamiento «crítico» usa, según Lazzarato. Lo que caracteriza al capitalismo actual no es la empresa, sino la renta. El “capitalista humano” tiene que endeudarse permanentemente “para incrementar su valor” (p. 141). Por lo que “más que parecerse a un empresario, parece un trabajador endeudado que ya ha hipotecado parte de su salario antes de empezar a trabajar” (pp. 141-142). Para el autor, la utilización de este “vocabulario (…) es solo el signo evidente de una derrota política y teórica interiorizada y desplegada, incluso, en el pensamiento crítico” (p. 143).


Más adelante, Lazzarato se interna en consideraciones que podríamos llamar epistemológicas. ¿Es el neoliberalismo una ideología? Considera que sí, pero que no se la puede caracterizar como una “falsa conciencia”, porque es producida y financiada conscientemente, y no es tampoco una “superestructura porque sus conceptos son ‘determinantes activos’” (p. 155).


Los enunciados y conceptos del neoliberalismo son verdaderos porque tienen “efectos reales”, pero también falsos “porque mutilan la articulación real del poder” (p. 156). Aquí Lazzarato parece tener ciertas dificultades para desmarcarse más claramente de las concepciones relativistas que predominan también en el campo del pensamiento crítico. No diferencia la verdad como aproximación –siempre parcial y limitada– a la realidad objetiva (que en forma muy clara Lazzarato intenta desentrañar en relación al capitalismo contemporáneo), y lo que una maquinaria de poder ideológico impone como verdad, como sentido común.


Con El nacimiento de la biopolítica, Foucault se aleja de un análisis basado en la lógica del conflicto, y se acerca a un enfoque centrado en la «racionalidad». Es una deriva que conduce de Marx a Weber (p. 159). En esa deriva, el pensador francés

(…) sustrae lo negativo, que es el elemento que funda la contradicción de Marx. Lo negativo –que plantea el problema de la explotación, de la dominación, de la guerra, pero también de la ruptura, la revuelta y la revolución– es “superado”, es eliminado de dos maneras diferentes: a través de la “razón gubernamental” –capaz de dar respuesta al problema de la irracionalidad del capitalismo– y mediante la sustitución de lo negativo de la contradicción, del enfrentamiento de clases, de la guerra, por el positivo de la acción del poder. [p. 160]


Desde esta perspectiva del poder, desde categorías como la de la gubernamentalidad, resulta imposible para Lazzarato “deducir la guerra” (p. 163). Dicho de otra forma, las teorías foucaultianas no nos permiten comprender ni el capitalismo actual ni su dinámica de poder. La guerra sería algo «exógeno»” al poder y la economía.


El capítulo IV comienza con una discusión de las teorías del dinero. Lazzarato cuestiona las teorizaciones clásicas (y también la de Marx), que ven el surgimiento del dinero en el intercambio y, basándose en las investigaciones al respecto de Karl Polanyi, plantea un origen político, extraeconómico: “…el poder político y el poder religioso inventan un refinado sistema de crédito/deuda que incluye también el interés y el interés compuesto, de donde se deriva el dinero y sus funciones de medida, cálculo, pago, reserva, etc.” (pp. 169-170). Esto parece permitirle hacer más inteligible el imperialismo del dólar. El dinero no es un mero producto del automatismo económico, sino que, para su comprensión, es “fundamental (…) la estrategia política y militar” (p. 174). Esto no significa negar el automatismo económico, pero este es producto de la lucha y la imposición de una fuerza sobre otras.


Según Maurizio Lazzarato, hay en el marxismo una ambigüedad o tensión entre tendencias que privilegian el “automatismo” económico y los procesos estructurales sin sujetos, y tendencias que ponen el foco en la lucha de clases. Para él, esa ambigüedad o tensión debe superarse claramente a favor de estas últimas. En tal sentido, el imperialismo del dólar se impone por la fuerza militar de los Estados Unidos como superpotencia, y no por la “fuerza económica e innovadora del capitalismo estadounidense” (p. 185). La dinámica universalizadora y cosmopolita del capital “solo puede lograrse gracias a la intervención estatal” (p. 186). Aunque esta dinámica nunca puede realizarse totalmente, en plenitud, porque, como ya bien sabía Rosa Luxemburgo, “no puede desvincularse del estado” (p. 188). “Un estado universal es una contradicción en sus términos” (p. 193).


Desde una perspectiva como la de Lazzarato, que coloca un fuerte acento en la política y en la lucha de clases, no puede haber un «retorno del estado», como muchos progresistas sostienen o proponen por estos lares, “porque su acción siempre estuvo presente” (p. 195), si bien esta se hace más explícita y masiva en los momentos donde estalla la crisis.


La “gran fuerza” del marxismo, igual que del pensamiento anticolonial y el feminismo, es, para Lazzarato, la no naturalización de las clases y las relaciones de dominación. Hay un “punto de partida” que se encuentra en Marx, pero no en Nietzsche (ni en Foucault, ni tampoco en Deleuze) que “…es el dominio calificado de la máquina Estado-Capital, en el que se afirma una potencia de conquista históricamente determinada y al mismo tiempo también aquello que le resiste, escapa o se vuelve contra ella” (p. 199). Si hay opresión, hay subjetividades sesgadas y voluntades de poder que se oponen. No hay “procesos sin sujeto”. Tal cosa no se verifica en la realidad. En palabras de nuestro autor, “…en el capitalismo, no existe el ‘se’ impersonal, sino el ‘quién’ subjetivo, que se manifiesta en la división, el conflicto, la violencia y las guerras” (p. 200). Foucault, sin embargo, mira el conflicto “desde fuera”, desde “una posición neutral”; y de lo que se trata, para el italiano, es de “…captar las relaciones de poder desde dentro de ellas (…) para conocer y para luchar contra ellas” (p. 201), como hacen precisamente el marxismo y los movimientos que luchan contra diversas formas de dominación.


“Los tiempos están cambiando”, nos dice Lazzarato al comienzo del capítulo V. Ya no vivimos el tiempo lineal de Cronos, que asume como algo normal la dominación y la explotación, sino el tiempo de Kairós, que es un tiempo de “discontinuidades” y “rupturas” (p. 214). China, Rusia y el “gran Sur” ya no aceptan el orden imperialista occidental, según Lazzarato, y luchan por un “orden multilateral” (p. 215). El italiano nos recuerda que, durante el siglo XX, los tiempos de guerra “…abrieron el tiempo de la revolución” (p. 232).


Este capítulo es, en gran medida, una reflexión sobre la revolución y los sujetos revolucionarios. Lazzarato diferencia “emancipación” de “revolución”. Por la primera entiende “la creación de una nueva subjetividad”, y por la segunda, “la transformación radical del orden económico y político” (p. 234). Algunos de los movimientos posteriores a mayo del 68 y a Foucault han separado ambas luchas, y hasta las han contrapuesto, promoviendo el compromiso con las luchas parciales, de emancipación, aunque con ciertas buenas razones según Lazzarato, puesto que “la revolución parece, cada vez, traicionar la emancipación” (p. 235). Pero ambas luchas deben confluir. No solo confluir: la clase obrera, las múltiples subjetividades y los nuevos movimientos sociales “…exigen formas de organizaciones y revolución nuevas” (p. 239). Aunque también señalará que, si bien hoy las luchas de trabajadores no son excluyentes, son “un paso decisivo hacia cualquier revolución” (p. 246).


Los movimientos emancipatorios “pueden abrir los procesos revolucionarios (…) pero no pueden, evidentemente, llevarlos a cabo solos” (p. 248). Más adelante sostendrá que, si bien las emancipaciones son “conflictuales”, no son necesariamente “incompatibles con el capitalismo”. Su tesis de que “hay muchas emancipaciones, pero habrá una sola revolución” (p. 260) implica el desafío de pensar cómo evitar tanto la disgregación identitarista, como toda uniformización. A estas luchas se suma la “cuestión ecológica”, que no es “emancipatoria” sino “trágica”, porque es una cuestión de vida o muerte, en que queda demostrada la absoluta falsedad de “la definición de gubernamentalidad neoliberal (‘hacer vivir y dejar morir’)” (p. 248).

Los tiempos actuales son de revueltas e insurrecciones. El caso de Chile es paradigmático en ese sentido. En tales situaciones, “…o se avanza o se retrocede, o se gana o se pierde; el sujeto revolucionario y su organización avanzan en su hacerse o son bloqueados y retroceden desmoronándose” (p. 253). Se necesita un “sujeto”, el cual no preexiste a la acción. Este sujeto no puede ser concebido como la simple suma de partes, de movimientos, de subjetividades (p. 254). El momento en que se va a producir una lucha o una insurrección no se puede predeterminar, pero se debe estar preparado para ellas.


Hay un momento reflexivo, en la “constitución del sujeto”, donde emerge la conciencia, un saber que permite “desarrollar una táctica y una estrategia para romper el bloqueo de la fuerza enemiga, para remover el obstáculo al desplegarse la construcción del sujeto” (p. 258).

Pero si bien la revolución “es una necesidad” y vivimos en el tiempo de Kairós, de ruptura, “…los movimientos se han acostumbrado al conflicto sin revolución. El tiempo de la política parece ser vivido como infinito y lineal”. Hacia el final, Lazzarato plantea una frase que nos interpela y desafía: “el retorno de la revolución es nuestro problema”. Hay que “reinventar la revolución”, si no el capitalismo evolucionará “hacia nuevas formas de fascismo y de guerra en las que, sin revolución, seríamos aplastados” (p. 266).


A modo de síntesis y reflexión final


El imperialismo del dólar no es, para Maurizio Lazzarato, solamente un fenómeno económico. Es también un fenómeno profundamente político. La guerra y el aparato estatal-militar de los Estados Unidos fueron esenciales para la conquista de la hegemonía global tras la Segunda Guerra Mundial. Las teorizaciones que han predominado a nivel de lo que se denomina “pensamiento crítico” no pueden explicar las características de este imperialismo. Ellas hablan de un poder productivo y micropoderes, subestimando fenómenos como la centralización política, económica y militar del poder; e infravalorando su carácter negativo, represivo y rentístico, así como el papel de la maquinaria estatal-militar, cuando estos son fundamentales para entender el capitalismo actual.


El libro tiene la virtud de intentar desentrañar los mecanismos reales del poder, de ir más allá de teorías que a veces funcionan como telarañas que nos enredan y alejan de la realidad. Es un libro valiente, que se enfrenta no solo al «sentido común» neoliberal, sino también a las tendencias hegemónicas en el pensamiento de izquierda y progresista, así como al marxismo economicista. Pero la intención de Lazzarato trasciende lo explicativo y lo teórico. La vieja consigna de los espartaquistas de “socialismo o barbarie” permea toda la obra, lo mismo que la pregunta de Lenin y los bolcheviques: ¿qué hacer? Las condiciones objetivas para cambios revolucionarios están claramente presentes para el italiano. Pero, al mismo tiempo, no se asume la revolución como «nuestro problema». Se niega o elude su «actualidad». Y este desgarramiento –entre las condiciones objetivas y las subjetividades desencantadas o resignadas hoy predominantes– no deja de tener una dimensión fuertemente trágica.

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